Una vez formalizada la abdicación, era cuestión de tiempo que los focos se pusieran sobre la fortuna y las aventuras del rey emérito. Ya antes de su renuncia al trono, The New York Times había echado cuentas: su patrimonio privado sumaba unos 1.800 millones de dólares. Imposible llegar a tanto con el magro presupuesto de la Casa Real. La contribución saudí a su fortuna hacía tiempo que había dejado de ser un secreto. Los Saud habían puesto cien millones después del golpe del 23 F para ayudar a sostener a “su hermano” Juan Carlos. Pasado el plazo del préstamo, el rey tuvo que devolver el dinero, y recurrió con urgencia a personas de indudable (mala) reputación. A tenor de la suma que atesora en Suiza, o en Panamá, los negocios reales dieron buenos beneficios. Dieron para pagar algunas alegrías y para sostener la vida cara de Corinna, que tiene entre sus apellidos el del filósofo Wittgenstein, aunque nuestro emérito no se acercara a ella por su dominio del pensamiento analítico. Las donaciones a Corinna ya figuran en la antología del sablazo. Que luego se quisiera recuperar ese dinero inclina el asunto hacia el sainete ridículo, argumento de novela a medida de Álvaro de la Iglesia. La reputación de Juan Carlos, ya muy dañada durante sus últimos años como jefe del estado, entra ahora en la calificación de siniestro irreparable.